Promesas
Te invito a escuchar el álbum PROMISE de Sade mientras lees esta historia.
Lo conocí una mañana de verano en una cafetería a pie de playa. Acababa de terminar una relación de diez años y estaba aprendiendo a mirar a otros hombres. A través de mis gafas de sol vi como llegó, se sentó en la mesa que había a mi derecha y llamó al camarero. Él todavía no me había dirigido la mirada pero yo ya había analizado su rostro: ojos castaños, cejas marcadas, rizos oscuros cayendo sobre su frente.
Me incliné para coger la taza de café, que dejé al otro lado de la mesa para dar espacio a mi última lectura, haciendo tintinear los brazaletes que llevaba puestos. El sonido captó su atención y, por primera vez desde que entró en la terraza, pareció darse cuenta de mi presencia. Di un sorbo a mi bebida sin dejar de mirarle. Mis lentes oscuras protegían unas pupilas que no estaban preparadas para abrirse ante la presencia de otros ojos.
El camarero le trajo una cerveza, la cual probó inclinando ligeramente su cabeza hacia atrás. Cogí un cigarillo y lo encendí, sujetándolo a través de mis dedos y mostrando mis uñas, que en aquella época llevaba afiladas y de un dorado metálico. Mis anillos reflejaban de vuelta los rayos de sol que empezaban a bañar mi cuerpo. Eché el humo lentamente por mi boca, esta vez perdiéndome de nuevo en las olas que iban y venían como un recuerdo que siempre vuelve.
—Perdona, ¿me puedes dar fuego?
Me giré y vi que me estaba preguntando a mí, con un cigarro en la boca y manteniendo su rostro inexpresivo. Le tendí el mechero y él se levantó para tomarlo. Se detuvo a mi lado, mostrando parte de su torso a través de su camisa entreabierta. Su piel desprendía un olor a sal marina, como si hubiese estado nadando hace poco. Me devolvió el mechero con un gracias y se sentó de nuevo en su mesa.
Ya podía ponerle voz a esa figura que poco a poco iba formándose dentro de mi fantasía, pero él todavía no conocía la mía. Seguimos fumando en silencio, ambos mirando el mar que se extendía ante nuestros ojos. Pronto tenía que irme, la sombra que antes me protegía comenzaba a desplazarse, dejándome expuesta a un sol cada vez más intenso.
—¿Qué estás leyendo? —preguntó de repente.
—Como agua para chocolate. ¿Lo conoces?
—Te gusta el realismo mágico —me dijo y al moverse sus labios revelaron un hoyuelo en su mejilla.
—Solo si está bien escrito —le contesté mientras me ponía las gafas de sol en el pelo.
Me acuerdo con exactitud del inicio de nuestra primera conversación, pero el resto de cosas que nos dijimos ese día se guardaron en mi memoria como una de esas películas porno pixeladas de Canal+.
De vez en cuando rescato una imagen nítida, cuando la nostalgia me asalta y ya no puedo no pensar en él. Siempre es un él, todos son él, sin importar si el amor duró un verano o una década.
A día de hoy no puedo evitar sonreír cada vez que recuerdo su cara de sorpresa cuando le dije mi nombre.
—¿Te llamas Sade, como la cantante?
—Así es. A mis padres les encantaba su música. De hecho se conocieron aquí, en esta misma cafetería, que antes era un chiringuito menos lujoso. El dueño siempre ponía los álbumes de Sade al atardecer y por aquel entonces los jóvenes venían buscando con quien bailar Smooth Operator —le iba explicando, mientras me servían la primera cerveza de muchas.
En ese punto de la conversación ya me había cambiado a su mesa y estaba sentada a su lado. Mis piernas iban rozando su piel desnuda y sentía cómo su vello se erizaba en respuesta a ese contacto rápido, sigiloso, como pequeñas descargas eléctricas.
Aún conservo el vinilo que me regaló, una cicatriz que siempre marcó su presencia en mi vida. En una pequeña tienda costera de segunda mano, rodeados de libros y música, me dijo a qué se dedicaba.
—Soy ingeniero audiovisual, aunque mi sueño siempre fue ser conductor de Fórmula 1. No te rías, era un crío al que le encantaba la adrenalina y la velocidad.
Me señaló a continuación una cicatriz de su brazo derecho y me contó que una vez tuvo un accidente mientras conducía por el sur de Francia.
—Estaba escuchando una canción que aparece aquí —me dijo mientras me mostraba un vinilo de Jeff Buckley.
—¿Grace? Nunca lo he escuchado.
Él sabía muy bien que entregándome ese trocito de su historia estaba abriendo grietas en mi mundo, desde donde poder colarse cada vez que una canción de ese álbum sonase a mi alrededor.
Después de almorzar, fuimos a dar un paseo en la playa. El atardecer iba llegando a través de un horizonte teñido de tonos naranjas. Él se tumbó en la arena, yo me adentré en el agua cristalina y cerré los ojos, dejándome llevar por el olor del mar, las risas de la gente que nadaban a mi alrededor, la brisa suave acariciando mi frente. Y al abrirlos, vi que él estaba observándome a través de su cámara.
¿Seguirás conservando esas fotos que me hiciste, cuando sólo éramos tú y yo en la eternidad del momento?
Pero el primer beso no fue en la playa, llegó más tarde mientras cenábamos en un restaurante tailandés. Sus labios tantearon un camino hacia los míos, sabiendo que tal vez no habría un mañana para reanudar esa búsqueda que tanto anhelaba. Allí, a la luz de las velas, entre el pad thai y el siam mary, le hablé de mi anterior pareja.
—Lo conocí en mi primer año de universidad, mientras estudiábamos Biología. Pensé que iba a ser un amor que duraría para siempre.
Luego le pregunté sobre sus relaciones pasadas, esperando que fueran solo eso, parte de un pretérito que no podía invadir ese instante que nos envolvía.
—Le pedí matrimonio y me dijo que no se sentía preparada. Después de seis meses se fue a Estados Unidos, se casó y tuvo un hijo.
Comenzamos a reírnos, él por la situación, yo por el alcohol que fluía en mi sangre esa noche. La música se fusionaba con los susurros de otros amantes, que jugaban a reconocerse en la penumbra que se extendía sobre las mesas. De vez en cuando el chef avivaba el fuego de su sartén y por un segundo iluminaba unos ojos que atrapaban cada llama en sus pupilas.
Pasada la medianoche cruzamos descalzos por una playa ya fría, cogidos de la mano y hablando de todo y a la vez de nada. Nos sentamos a ver la luna y el temblor de su reflejo en un mar en calma. Mientras hundía mis manos en la arena, él me preguntó cuánto tiempo pasaría en Hammamet.
—Me quedo hasta septiembre. Luego volveré a España.
—Yo también me quedaré hasta septiembre.
—¿Ese era tu plan desde el principio? —le dije conteniendo mi emoción.
—Mi plan era tomar un vuelo a París mañana, —¿por qué no te fuiste antes de que todo se arruinara?— pero creo que me quedaré dormido. Y cuando despierte, tú estarás a mi lado.
☀️Visuals:
☀️Gracias a
por participar en el reto literario que propuse la semana pasada. Os dejo su historia para que la leáis y apoyéis su Substack:☀️También os invito a formar parte de este proyecto:
Con amor,
Patricia.











Ah, estuvo cortito. Me dejaste en suspenso 🧐.
Increíble historia, me dejo picada, y la musica totalmente encanja con lo que se narra. 🫶🏻