Advertencias:
Este texto contiene temas que pueden afectar la sensibilidad de algunas personas.
Esa noche fue nuestra séptima y última cita. Yo estaba bastante nerviosa y andaba de un lado para otro probándome vestidos que me hiciesen sentir más femenina. A las diez en punto me envió un mensaje diciendo que me estaba esperando en la esquina. No pude bajar las escaleras más rápido porque tenía tacones y, cuando llegué a nuestro punto de encuentro, me saludó con un beso apasionado y empezamos a caminar en dirección al restaurante. Caían algunas gotas de lluvia y no llevábamos paraguas, así que tuvimos que aligerar el paso para no mojarnos. Malditos tacones.
Cuando llegamos, nos ofrecieron sentarnos en una mesa al lado de la ventana. La mesa era muy pequeña, tal vez para generar más intimidad entre las parejas que venían a cenar allí. Aunque esa noche en el restaurante había también familias, todas sumidas en un murmullo constante mezclado con el tintineo de platos y cubiertos. Los truenos asustaron a varios niños, que comenzaron a llorar mientras los padres intentaban consolarlos sin ningún éxito.
—¿Te gustaría tener hijos en un futuro? —me preguntó de repente.
—¿A ti te gustaría tener hijos? —devolví su pregunta.
Vi como su semblante se tornó serio y, mientras cortaba el filete que tenía en su plato, me respondió que sí, que siempre había querido hijos y que espera tenerlos antes de los treinta y cinco. Yo asentí con la cabeza y miré por la ventana: los cristales estaban empañados por la lluvia.
Pensé que la conversación se quedaría ahí, pero él intentó rellenar nuestro silencio incómodo hablando sobre lo mucho que le gustaría ser padre.
—Cuando eres padre sientes algo maravilloso, es decir, tu ADN y el ADN de otra persona se combina para dar vida a un nuevo ser humano. Es genial, ¿no crees? —me dijo ilusionado.
Continuó expresando su deseo de que quería hijos biológicos, que adoptar estaba bien, pero si podía tener hijos de su propia sangre mejor.
—Me gustaría perpetuar mi ADN a través de mi familia, para que siga existiendo una parte de mí siempre —terminó su discurso para después dar un sorbo a su copa de vino.
Le miré a los ojos por unos segundos y decidí confesarle con una sonrisa nerviosa que yo no podía tener hijos. Él me miró sorprendido, inclinó un poco la cabeza y me preguntó si eran problemas de fertilidad.
—Tuve cáncer de útero a los diecisiete años y me hicieron una histerectomía, es decir, me extirparon no solo el útero sino también los ovarios.
Hizo la broma de no-debemos-hablar-sobre-esto-porque-estamos-comiendo-y-da-mucho-asco pero de igual forma cambié de tema porque no me sentía cómoda hablando sobre mi enfermedad. Pero él me siguió preguntado más sobre el tema.
—¿Estás ya curada?
Sí.
—¿Fue muy grave?
Casi me muero.
La conversación terminó desviándose a la última serie que sacó Netflix, el último libro que él había leído y lo caras que estaban las entradas de cine en esos últimos meses.
Cuando terminamos de cenar todavía estaba lloviendo, así que fuimos a su piso porque estaba cerca del restaurante. Ya había estado antes allí y sí, no iba a ser la primera vez que tuviéramos sexo.
Empezamos a besarnos mientras nos desnudábamos. Yo me tumbé en la cama, él se puso encima y, al cabo de unos segundos lo sentí dentro de mí. Espera, Patricia me dijo de repente una vocecita en mi cabeza, ¿ha utilizado protección? me preguntó sabiendo ya la respuesta. Mi cuerpo se fue tensando a medida que me iba dando cuenta de que no recordaba haberle visto abrir el cajón de la cómoda, donde solía guardar los preservativos, ni haber abierto el envoltorio.
—Para. Por favor, para. ¿Estás usando protección?
—Pensé que no había peligro porque no puedes quedarte embarazada —me respondió en un tono confuso.
—Pero también existe el riesgo de transmitir una enfermedad.
—Yo confío en tí y sé que eres una chica limpia.
Vete, vete, vete. Sin pensarlo dos veces me levanté, me vestí y le dije que quería irme a casa. Vete, Patricia. Él intentó detenerme pero yo ya no le escuchaba. Vete. Ya. Quería volver a mi casa, darme una ducha y estar sola en mi habitación. Vete, vete, vete.
Pasaron un par de días y por fin recibí el mensaje que estaba esperando: no quería seguir conociéndome porque no eramos compatibles y buscamos cosas diferentes, pero no era por mí sino por él…
Sé que eres una chica limpia.
—¿Por qué no utilizaste protección? —le escribí.
—¿No confías en mí? —me preguntó.
En ese momento me parecío estúpido debatir mi decisión de utilizar preservativo pese a que no hay riesgo de quedarme embarazada.
—En ningún momento lo consentí.
—Tampoco es para tanto, no te rayes —leí en la notificación de Whatsapp, pero ni siquiera abrí el mensaje. Otra vez empezó a apoderarse de mí ese sentimiento de inferioridad.
A veces me siento menos mujer por no tener útero, por no poder identificarme con esas ilustraciones sobre úteros en pancartas de manifestaciones feministas, por olvidar cómo se sentían los dolores menstruales, por decir “usemos protección” y que me miren extrañados por hacer tal petición.
Cuando me sometí a esa operación, sabía que nunca podría sentir una vida creciendo dentro de mí, que jamás vería mi vientre hinchándose como un globo, la primera patadita, los asientos cedidos en los autobuses. Iba a morir y decidí vivir, como si la única vida que yo pudiese dar a luz en ese momento fuese la mía.
Pero años más tarde empecé a darme cuenta de que a algunos hombres con los que salía realmente les importaba ese órgano del cual prescindí para seguir viviendo. He leído varias historias sobre mujeres que no pueden tener hijos, como por ejemplo Yerma de Lorca, y cómo caen en una depresión, temiendo que sus esposos busquen a una mujer más joven y fértil, que pueda darles un descendiente, un heredero del cual sentirse orgullosos. Sobre mujeres que sienten envidia de su vecina, que acaba de dar a luz a un niño, al asomarse por la ventana y ver el cochecito azul rodeado de mujeres que sonríen y hacen muecas al bebé dormido. He visto a mujeres gastándose miles de euros en tratamientos para quedarse embarazadas y, aunque siempre hubo otras mujeres que me consolaban diciendo que ellas tampoco quieren hijos, nuestras situaciones son diferentes. Ellas pueden cambiar de decisión, pero yo nunca tuve elección.
La última vez que fui a la ginecóloga para mi revisión anual, me tocó una doctora nueva que no conocía mi caso, así que decidió hacerme una ecografía transvaginal. Mientras introducía un instrumento ginecológico en mi vagina puso cara de extrañamiento:
—¿Te quitaron todo? —me preguntó sorprendida. Asentí con la cabeza.—Madre mía, te han quitado todo. No te han dejado nada —siguió diciendo mientras retorcía ese falo metálico en busca de algún resto de lo que un día fueron mis ovarios poliquísticos cancerígenos.
Me sentí juzgada de nuevo, esta vez por una mujer, y quería contárselo a alguien, pero me daba vergüenza admitir a las personas de mi entorno que no tener útero estaba afectándome tanto. Tal vez por eso decidí recurrir a lo que mejor sé hacer en estos momentos: escribir y compartir mi historia. Definitivamente hay que hablar de úteros en la literatura y eso implica también hablar de su ausencia.
El ciclo de la vida no se termina con nosotras, las que no tenemos útero, sino que continúa a través de nuestros testimonios y nuestras decisiones, los únicos hijos que podemos dar al mundo.
El ciclo de la vida sigue mientras tú y yo y ella sigamos existiendo, mientras sigamos escribiendo nuestras experiencias como mujer en un mundo como el nuestro, donde somos esclavas de nuestro propio útero.
Esta es una historia de ficción. Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia.
No pensé que, siendo hombre, pudiera sentir tantas cosas y pensar en lo que jamás pensé imaginar. Es bueno saber que aún puedo entender lo que otros pueden sentir. Aunque sea ficción.
Había decidido no tener hijos, y hace poco quedé embarazada, desafortunadamente no pude continuar el embarazo, y se abren tantos cuestionamientos personales acerca de si "debería " volver a intentar, si acaso me arrepentiré en un futuro, tuve total incomprensión por parte de mi ginecóloga, de mi pareja, nunca me sentí más sola, abrazo a todas las que tienen y no tienen útero, a las que tienen y no tenemos hijos, avancemos, dejemos de vernos solamente como fábricas de bebés. MIREMOS MAS ALLA DE LA FERTILIDAD, no hay nada qué perpetuar más que las buenas y efímeras acciones que podamos dejar por nuestro paso por el mundo y que acaso alguien recordará