Aisha siempre tuvo la sensación de que no estaba sola, por eso nunca se miró en el espejo desnuda. Le daba vergüenza que alguien la observara y pensara que es una persona indecente. “Mira, ahí está Aisha desnuda mirándose en el espejo. ¡Qué perverso!”.
Sentía curiosidad por saber cómo era su cuerpo, pero pensaba que no era algo que ella debería hacer. Durante su adolescencia escuchaba conversaciones de sus amigas, que querían estar sexys para tal chico pero nunca para sí mismas. Así que pensó que eso era lo normal, que una debería desnudarse solo ante el chico que le gustase. ¿Qué harían después? No lo sabía, pues tampoco lo especificaban en las películas que veía en la tele cuando sus padres la dejaban sola en casa. ¿Qué pasaba después de los besos apasionados? ¿Por qué se movían de esa manera y hacían esas posturas tan extrañas? Muchas veces creía que sus amigas podrían resolver estas dudas, pero no quería parecer una tonta. Quería formar parte de ese diálogo cómplice que ellas tenían, así que solo le quedaba fingir que sabía de lo que estaban hablando.
En el instituto estudiaron los órganos reproductivos de ambos sexos. Le daba vergüenza admitir que el tema le generaba gran interés, pero las clases sobre reproducción sexual no eran suficientes para satisfacer su curiosidad. Saber que ella también tenía una vagina o una vulva le provocaba cierta incomodidad. De hecho, nunca se había planteado qué era eso que supuestamente le diferenciaba de los chicos de su clase y que tenía que cuidar por encima de todo. Parecía que era algo prohibido, intocable, que incluso ella no tenía el permiso de explorar su propio cuerpo. Con sus amigas nunca hablaban de masturbación y cuando lo mencionaban, en alguna de sus formas, siempre era refiriéndose a que los chicos eran unos “unos cerdos que solo piensan en eso”. Aisha lo creyó y realmente llegó a parecerle asqueroso todo eso que hacían esos pervertidos a solas en su cuarto.
Así pasaron los años y los tabúes se amontonaban bajo el velo de Aisha.
A los diecinueve años se mudó a la capital y empezó a vivir en un piso de estudiantes, cerca de su facultad. Sus padres se encargaron de que fuese un piso exclusivo para chicas y que las que viviesen allí fueran unas jóvenes decentes. En realidad eran chicas tímidas, que se pasaban todo el día encerradas en sus habitaciones, cada una en su mundo. De hecho, ni siquiera le preguntaron a Aisha por qué decidió prescindir de su velo cuando sus padres no venían a visitarla.
A mediados de febrero, Aisha conoció a un chico de intercambio que estaba en su clase de y empezó a quedar con él. Se besaron en la segunda cita y ella nunca estuvo así de excitada. Se sentía en las nubes y no paraba de recordar los movimientos de su lengua mientras se besaban en aquel callejón cerca de la facultad. Mientras subía las escaleras mandaba mensajes de texto en el grupo de WhatsApp que tenía con sus amigas de toda la vida. Le empezaron a preguntar qué cuando harían eso, porque eso era lo importante. Aisha en ese momento no entendía que, aunque ese hubiese sido su primer beso, sus amigas ya no le daban tanta importancia como lo hacían a los dieciséis. Todas ya habían perdido su virginidad y esperaban que Aisha fuera la próxima en hacerlo. Las siguientes semanas no paró de imaginarse una y otra vez lo que sería su primera vez. No sabía exactamente qué se suponía que tenía que hacer, pero la excitación vencía sus miedos a explorar no solo el cuerpo de otro, sino el suyo propio.
Una tarde le invitó a su habitación. No había nadie en el piso, estaban de vacaciones y sus compañeras decidieron visitar a sus familias. Ella no dijo nada a su familia porque quería quedarse a solas con aquel chico que ya consideraba como su primer novio. Después de los besos vino la piel desnuda, después el aliento en el cuello, los suspiros agresivos y la mirada en el techo. Cuando terminó ese momento, Aisha no sintió nada. Diez minutos habían pasado, pero a ella le parecieron eternos. Él miró confuso la pequeña mancha de sangre entre sus piernas, pero no dijo nada.
Los siguientes días Aisha repitió esos momentos, pero cada vez se sentía más distanciada de sí misma. A ella le gustaban los besos, pero cuando empezaba a tocarle su sexo se sentía molesta. No decía nada, le gustaba besarle y dormir en sus brazos, pero lo que hacía él encima de su cuerpo le parecía una pérdida de tiempo. No sentía nada aparte de una sensación de presión dentro de su vagina. A veces llegaba a sentir algo agradable dentro de ese órgano desconocido, pero entonces esos minutos que duraban sus encuentros pasaban demasiado rápido y no podía dirigir su excitación hacia donde su cuerpo quería. Todavía no sabía lo que era un orgasmo, pero al menos no lo fingía.
La última noche que pasaron juntos (él iba a volver a Francia la semana siguiente), después de su encuentro Aisha decidió meterse en la ducha y limpiar su sexo, decidiendo detenerse en esa parte de su cuerpo. Empezó a frotar con jabón el monte de Venus y luego lo aclaró. Por primera vez fue consciente de su vulva y sintió curiosidad por ver cómo estaba formada. Salió de la ducha desnuda, fue a su cuarto y cogió un espejo de mano. Se sentó en la cama, puso el espejo delante de sus muslos y, poco a poco, empezó a guiar el reflejo hacia su vagina.
Aisha tuvo un orgasmo y jamás supo explicar cómo se sintió en aquel momento. Era una sensación de bienestar, como si pudiese apreciar, por primera vez, toda la belleza de los objetos que la rodeaban, de la habitación en la que estaba y de sus propias manos descubriendo venus.
Después de aquella noche vinieron más hombres y más orgasmos. Ella aprendió a guiarles a través de jardines laberínticos, encuentros mágicos y crudas realidades. El amor ya no era un pecado, el sexo tampoco. Por fin Aisha se sentía dueña de su propio cuerpo.
Identificada, bajo una educación hegemónica que no permitía exploraciones ni preguntas, soy de edad generación que tuvo que descubrirlo como pudo, a base de grandes decepciones
¡Me encantó! <3 también quiero destacar que amo las imágenes (arte) que compartes, son tan hermosas.